A dos semanas del trágico, condenable y lamentable asesinato del alcalde de Uruapan, Michoacán, Carlos Manzo el pasado 1 de noviembre, ha quedado claro que, en México, el Estado se mide menos en los discursos del Zócalo que en la patrulla que sí llega (o no) cuando alguien llama al 911. Esa patrulla, en la mayor parte del territorio, es municipal. Ahí, en el primer contacto entre ciudadanía y autoridad, es donde hoy se juega buena parte de la sobrevivencia del Estado mexicano (aunque se escuche muy dramático).
Sin embargo, esas policías municipales operan con salarios mínimos, sin equipo, sin respaldo político y, en muchas regiones, bajo la amenaza constante del crimen organizado y el caso de Carlos Manzo es solo la punta del iceberg de la realidad nacional. No se trata solo de un problema laboral o administrativo: si no se fortalecen las policías municipales, el país corre el riesgo de acelerar un proceso de captura delincuencial del Estado desde abajo.
La propia Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana reconoce que la policía municipal es el actor del Estado con mayor interacción directa con la población, el rostro cotidiano de la autoridad para millones de personas. Sin embargo, estas han sido sistemáticamente olvidadas.
Investigaciones de Gustavo Fondevila y Rodrigo Meneses muestran que, en muchos municipios, el policía local no solo “vigila y detiene”; también realiza labores de mediación de conflictos vecinales, contención de violencia doméstica y trabajo social básico. Si se sustituyen estas funciones por una lógica puramente reactiva o militarizada (señalan los autores), se pierde un servicio público que ninguna otra institución está en condiciones de ofrecer.
Pese a ello, las policías municipales han sido tratadas como el “eslabón débil” del sistema: durante años se propuso desaparecerlas o fusionarlas en cuerpos estatales bajo el argumento de que eran corruptas e ineficientes. Pero estudios sobre las capacidades de las policías estatales concluyen que unificar no resolvió la inseguridad: se mantuvieron los problemas y se generaron otros, entre ellos la lejanía con las comunidades y la sobrecarga de tareas.
En paralelo, el abandono presupuestal ha sido la regla. Un informe reciente de México Evalúa documenta que, a pesar de estar cada vez más expuestos a riesgos derivados de la diversificación criminal, los policías municipales siguen operando en condiciones de alta precariedad laboral: bajos sueldos, falta de seguridad social, ausencia de seguros de vida y nulas garantías para sus familias.
Trabajos recientes sobre crimen organizado y política local muestran que los cárteles buscan influir en los gobiernos municipales (ya sea financiando campañas, amenazando candidatos o eliminando a quienes no se alinean) para lograr tres objetivos: asegurarse protección, obtener información sobre operativos y usar a las propias policías como extensión de sus redes.
En la práctica, el municipio capturado se convierte en una plataforma para gestionar licitaciones, controlar obras públicas, manipular padrones sociales y, sobre todo, neutralizar a la policía local. El resultado es una mezcla especialmente peligrosa: un gobierno democráticamente electo que, en los hechos, opera bajo las reglas de un grupo criminal.
La policía municipal queda entonces atrapada en un triángulo imposible: a) obedecer a un mando político sometido al crimen, b) cumplir con mandatos legales de protección ciudadana y c) sobrevivir a las amenazas cotidianas. Allí donde no hay condiciones mínimas de carrera policial ni garantías de integridad física, es más fácil que los elementos policiales opten por renunciar, “hacerse de la vista gorda” o, en el peor de los casos, integrarse al propio aparato delincuencial.
Si no se fortalecen las policías locales, es decir, las municipales, se corre el riesgo de ser víctimas de estas tres posibles amenazas:
1. Avance de la “gobernanza criminal”.- En amplias zonas del país, la figura que realmente gobierna no sea el ayuntamiento, sino el grupo criminal local (que la neta la neta…ya ocurre en algunas poblaciones). La literatura sobre captura del Estado en México documenta cómo, una vez controlada la alcaldía, las organizaciones delictivas aprovechan la debilidad policial para regular mercados, imponer “impuestos” y administrar la violencia.
Sin una policía municipal profesional, con arraigo y capacidades de investigación básica, el Estado va cediendo funciones elementales: quién puede abrir un negocio, quién cobra en la obra pública, quién puede entrar o salir de una comunidad. Lo que se erosiona no es solo la seguridad, sino la idea misma de autoridad legítima.
2. Democracia local bajo fuego.- Elecciones municipales marcadas por amenazas, asesinatos de candidatos o presiones abiertas a votantes no son ya excepciones. Estudios recientes sobre violencia política en México muestran que las agresiones se concentran en el ámbito local, precisamente donde la disputa por el control territorial es más intensa.
Si la policía municipal está rebasada, infiltrada o simplemente ausente, ¿quién protege a los contendientes, a los funcionarios electorales y a los propios ciudadanos? La debilidad de la seguridad local convierte la boleta electoral en una especie de plebiscito bajo amenaza: votas, pero bajo las reglas del que manda con las armas.
3. Un sistema de seguridad fragmentado e ineficaz.- Este es el riesgo más silencioso, pero igual de grave: un sistema de seguridad donde cada nivel de gobierno trabaja de forma aislada y se responsabiliza al otro cuando las cosas salen mal. La literatura comparada advierte que la fragmentación policial genera vacíos de coordinación, duplicidad de funciones y zonas grises que el crimen organizado aprovecha.
En México, la apuesta por “mandos únicos” o “coordinados” ya instaurado en la última reforma a la ley del Sistema Nacional de Seguridad Pública (en los artículos 42 y 43 respectivamente), publicada el pasado 16 de julio del 2025 ha oscilado entre intentos de centralización y devoluciones parciales de facultades. Alvarado Mendoza muestra que los esfuerzos de unificación policial no resolvieron los problemas estructurales: sin profesionalización, sin controles internos y sin claridad en las competencias, la reorganización institucional se queda en el papel.
Si las policías municipales siguen siendo el eslabón olvidado, el sistema completo se sostiene sobre una base de arena. Durante años, el debate sobre seguridad se ha centrado en cuántos efectivos tiene la Guardia Nacional, cuántos cuarteles se han construido o cuántos operativos se despliegan en estados coloquialmente llamados “calientes”. Pero la verdadera prueba del Estado mexicano se da en otra escala: la del municipio, la colonia, el pueblo apartado donde la única autoridad visible es el policía local que patrulla a pie o en una camioneta vieja. (dato apantallador para iniciar bien la semana: “el 60% de los delitos se comenten tan solo en el 8% de la superficie de una ciudad…la clave es fortalecer lo local”)
Si ese policía trabaja sin respaldo, sin derechos, sin capacitación y bajo amenaza, no solo está en riesgo su vida; está en riesgo la idea misma de que el Estado puede proteger a sus ciudadanos. Cada comandante municipal abandonado, cada corporación cooptada, cada patrulla que deja de salir por falta de gasolina es, en los hechos, una porción de territorio que se desliza fuera del control democrático.
Fortalecer a las policías municipales no es un gesto de buena voluntad hacia las instituciones policiales olvidadas; es una estrategia de supervivencia para el propio Estado mexicano. Quien mire hacia otro lado mientras se desmorona la base del sistema de seguridad, deberá asumir después el costo de reconstruir un país donde la autoridad se negocia, calle por calle, con quien tiene más hombres armados y no con quien tiene la ley de su lado.
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