Cuando hablamos de seguridad ciudadana, solemos concentrarnos en cifras de homicidio, robos, extorsiones y presencia policial en las calles. Sin embargo, un factor crucial y muchas veces invisibilizado (a veces de forma inadvertida y otras “convenientemente”) es el bienestar emocional, psicológico y social de quienes portan el uniforme: los elementos de las fuerzas policiales. Hoy, más que nunca, una cultura de bienestar mental no es un lujo ni una concesión benévola: es una inversión estratégica en legitimidad, eficacia y que créalo o no, incide en el respeto de los derechos humanos tanto de ciudadanos, elementos policiales y hasta de probables responsables de la comisión de algún delito.
Las instituciones policiales trabajan cotidianamente expuestas a factores de alto riesgo mental: confrontaciones violentas, accidentes, intervenciones en escenas traumáticas, presión institucional, intransigencias por parte de miembros de la comunidad (se tenía que decir y se dijo) así como quejas ciudadanas. Estos elementos los colocan en mayor probabilidad de padecer trastornos como depresión, ansiedad, estrés postraumático (TEPT), abuso de sustancias o ideación suicida. En el ámbito internacional, se observa con claridad que los cuerpos policiales registran índices de trastornos mentales por encima del promedio poblacional.
Pero no basta con señalar el problema: lo que marca la diferencia es el entorno organizacional. La cultura policial (con su énfasis en fortaleza, disciplina y control) muchas veces estigmatiza la expresión de vulnerabilidad. En otros términos: un elemento policial que acude a terapia puede verse como “débil”, “no apto”, “traidor” al espíritu de cuerpo. Esa presión silente inhibe la búsqueda de ayuda.
Por ejemplo, en un estudio cualitativo en Reino Unido donde, como en muchos países, si se hacen investigaciones científicas enfocadas a las instituciones policiales (cof, cof), exfuncionarios policiales relataron que la mentalidad interna les impedía compartir el peso emocional del oficio: “todo se internaliza, todo se asimila como parte del deber”. En otro trabajo, la “cultura policial” se identifica como un factor de riesgo para que los oficiales eviten acudir a servicios de salud mental, por temor al juicio institucional o la repercusión profesional.
Este ciclo (riesgo psicológico + estigma institucional) reproduce silencios que afectan no sólo al agente sino al ciudadano: un policía emocionalmente desgastado puede reaccionar con menor empatía, mayor rigidez o responder indebidamente ante crisis. En ese espacio, se erosiona la confianza pública, precisamente cuando más se necesita.
El adoptar una cultura de bienestar mental de las instituciones policiales no es “un gasto social opcional”, sino una política de mejora organizacional con, al menos, 4 efectos multiplicadores:
1. Mejor desempeño y vigilancia de calidad: Un policía que cuenta con herramientas para gestionar estrés, trauma o desgaste emocional estará en mejores condiciones de tomar decisiones con mesura, calma y profesionalismo.
2. Prevención de errores críticos: Estudios muestran que las intervenciones psicológicas (como terapia cognitivo-conductual, programas de respiración, mindfulness) pueden reducir manifestaciones de violencia, conductas reactivas o uso excesivo de fuerza. En México, un proyecto piloto con policías de la Ciudad de México aplicó técnicas de cambio de hábitos y meditación, con buena aceptación. Pero como todo en este país al cambio de jefes o administración, las buenas prácticas se olvidan o ignoran.
3. Salud laboral y retención del capital humano: Las instituciones policiales que descuidan la salud mental enfrentan ausentismo, renuncias prematuras, incapacidades psicológicas y desgaste institucional. Invertir en salud mental es, al fin, proteger a su propio recurso más valioso: su gente.
4. Legitimidad y confianza social: Cuando la ciudadanía percibe que los policías son tratados como seres humanos (y no como máquinas de seguridad), se favorece un círculo virtuoso de respeto mutuo y colaboración ciudadana.
Las buenas prácticas existentes lo confirman. En el informe “Best Practices to Advance Officer Wellness” del Departamento de Justicia de EE. UU., se recopilan programas exitosos de bienestar integral (físico, emocional, social) con evidencia creciente de su eficacia. Asimismo, se recomienda que las agencias recopilen datos, realicen evaluaciones constantes y promuevan una cultura de salud mental como parte del deber policial, no como un añadido.
Pero…si la solución es clara, ¿por qué pocas policías la adoptan de forma efectiva? Los obstáculos son varios:
a) Resistencia cultural: La tradición policial tiende a valorar el “aguante”, la disciplina férrea y el sacrificio silencioso. Esto aún opera como norma no escrita en muchos cuerpos.
b) Falta de capacitación y sensibilidad de liderazgo: Muchos mandos intermedios desconocen los efectos del trauma psicológico o ni siquiera lo consideran como parte de la responsabilidad institucional. Ante ello, los programas de bienestar pueden verse como “blandos” o secundarios.
c) Insuficiente presupuesto o prioridades contrapuestas: Las fuerzas policiales a menudo operan con restricciones presupuestarias importantes, que priorizan equipamiento, patrullas o armamento, relegando lo “blando” a segundo plano.
d) Carencia de estructuras de salud mental integradas: No basta con tener psicólogos aislados; es necesario disponer de unidades especializadas, protocolos confidenciales, seguimiento institucionalizado y redes de apoyo.
e) Miedo a repercusiones profesionales: Si un agente asume que acudir a terapia será utilizado en su contra (evaluaciones, promociones, expedientes), el incentivo es no hacerlo.
Estas barreras exigen algo más que discursos: requieren transformaciones tácticas y simbólicas simultáneas.
Fomentar una cultura de bienestar mental policial no es suavizar exigencias, sino fortalecer raíces. Cuando un agente puede expresar su angustia, reconocer su desgaste, gestionar su estrés y encontrar apoyo profesional, se le dota de herramientas internas que se traducen en mejores relaciones con ciudadanos, decisiones más calibradas bajo tensión y reducción de errores trágicos.
La transformación de una cultura policial exige paciencia, voluntad política y persistencia. No bastan memorandos: deben acompañarse de acciones visibles, presupuestos reales y señales simbólicas. Imaginemos por un momento un operativo donde la planificación incluya no solo logística y táctica, sino pausas psicológicas, monitoreo emocional de los agentes y apoyo posterior. Eso no debilita la institución: la robustece.
En un país como el nuestro, donde la relación entre policía y ciudadanía está marcada por desconfianza y heridas, construir fuerzas policiales con salud mental no es solo un acto de justicia interna: es un acto de responsabilidad pública. Una policía emocionalmente sana es más justa, más eficiente y más digna.
Que en cada institución federal, estatal y municipal nazca la política de bienestar mental no como un adorno progresista, sino como un eje central de su función. No es un reclamo secundario: es una deuda con quienes cuidan nuestra seguridad y con la propia seguridad del país. Donde muchas veces se cree que solo se necesita un sueldo y equipo para realizar el servicio policial dejando de largo que lo más valioso de una institución que se dedica a la aplicación de la ley es su capital humano.
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