Se dice que el mejor montañista es aquel que regresa vivo. Una frase contundente que revela la aparente contradicción de quienes estamos dispuestos a experimentar el peligro al límite para sentirnos plenamente vivos. Subir a la montaña implica ser consciente de ello. Más que conquistar una cima, se trata de ir al encuentro con uno mismo.
La historia del alpinismo entreteje hazañas únicas, pero también numerosas tragedias. En 1996 ocurrió el accidente más célebre en el Everest, 8 mil 848 metros, en el que perdieron la vida ocho personas, mientras esperaban su turno para ascender a la cumbre más alta del planeta. Incluso, se filmó una película y se escribieron varios libros al respecto.
Sin embargo, poco se habló de los 16 sherpas que perdieron la vida en abril de 2014, en la cascada del Khumbu, el acceso principal a la codiciada montaña, cuando una avalancha los sorprendió colocando la cuerda fija para facilitar el ascenso de los “turistas de montaña”. Aquella tragedia quedó registrada como la peor por el número de víctimas.
Justamente, en estos días en que honramos a nuestros difuntos encendiendo veladoras, adornando con flores, quizá la tradición más auténtica y con la que más nos identificamos, vale recordar que muchas de nuestras montañas poseen una cruz en sus puntos más altos. La cruz como símbolo de la muerte, de quien trasciende hacia otro plano y, por ende, me gusta pensar que la montaña se transforma en un altar. En una ofrenda.
Es el caso de la popular “Cruz de Guadalajara o Cruz de los Once” ubicada en la ruta tradicional hacia la cúspide del Iztaccíhuatl, a 4 mil 900 metros de altura, aproximadamente, que fue levantada en memoria de los once jóvenes jaliscienses pertenecientes al Club Alpino del Instituto de Ciencias, que perdieron la vida en febrero de 1968, al ser sorprendidos por una tormenta mientras descendían del volcán.
El relato de los sobrevivientes estremeció a la sociedad de aquella época. Sin duda, se trata del suceso de mayor impacto en la historia del montañismo mexicano, que cambió la manera de organizar las expediciones, sobre todo en lo concerniente al factor climatológico y a los tiempos de las travesías.
Tiempo después erigieron esta cruz en su memoria, a la que se agregó una placa en la que se grabaron los nombres de las víctimas, todas menores de 20 años; en la parte superior, a manera de encabezado se lee: “No murieron, llegaron a la cumbre”, en clara alusión a la trascendencia de la que hablaba anteriormente.
Bien decía Octavio Paz que el amor a la muerte es también amor a la vida, porque son inseparables. Por tanto, si se niega a la muerte termina por negarse también a la vida.
Brújula.- En la recta final del año, recordamos a Yuri Contreras, quien falleció el 4 de mayo pasado, a la edad de 62 años. El primer latinoamericano en coronar el Everest por dos rutas distintas. Realizó diez expediciones en total al Himalaya. Su legado es testimonio fiel de que las cimas son relevantes, pero lo es aún más la manera en que nos transforman.
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