Continuamos con esta serie de entregas dedicadas a la gran montaña que, a lo largo de la historia ha sido motivo de veneración, respeto y hasta temor. Causa de asombro y fascinación en otros momentos. Obsesión para algunos, tragedia para otros y hazaña para unos cuantos. Su imán es innegable. Se trata del Monte Everest (8,848 metros).

Ya se imaginarán la cantidad de leyendas, mitos, aventuras, sucesos, anécdotas, peripecias y accidentes que rodean a la elevación más alta del planeta, la cual sólo puede ser proporcional a su misticismo, majestuosidad, embeleso, seducción, admiración, inmensidad, esplendor, etcétera.

Entonces, si los adjetivos para evocarla y describirla parecen quedarse cortos ¿el nombre con el que la conocemos le hace honor? Trataremos de responder tal interrogante…

Durante el siglo XIX, el dominio británico sobre la India y, por ende, su visión imperialista los llevó a fijar su interés, particularmente, en un pico ubicado en la cordillera de los Himalayas, en la frontera entre el Tíbet y Nepal; sospechaban que podría tratarse de la montaña más alta del mundo, honor que hasta entonces recaía en el Kanchenjunga (8,586 metros). Provisionalmente, le denominaron “Pico XV”.

Dedicaron varios años a coordinar estudios topográficos. En ese entonces, tanto el Tíbet como Nepal estaban cerrados a Occidente, lo cual dificultaba el levantamiento de información. Sin embargo, su empeño rindió frutos: la cumbre más alta del planeta pertenecía a una montaña, que los pueblos tibetanos llamaban Chomolungma (Diosa madre del universo).

Un personaje relevante en aquella etapa, sin duda, fue el matemático hindú Radhanath Sikdar, quien dedicó gran parte de su vida profesional a la medición de los Himalayas, contratado, obviamente, por los británicos.

De hecho, a él se le atribuye haber realizado los cálculos que confirmaron en 1852, que el “Pico XV” o, mejor dicho, Chomolungma, con 8,839 metros, era la montaña más alta del mundo.

Durante cuatro años más, se dedicaron a realizar todo tipo de pruebas para confirmar su fallo. En 1856, se anuncia que el título de montaña más alta del planeta corresponde a una cumbre que rebautizan como “Mont Everest”, en homenaje a Sir George Everest, el primer jefe topógrafo de aquella labor descomunal.

Luego de nueve años de debate, en 1865 la Royal Geographical Society avaló el nombre oficial “Monte Everest”, a pesar de la oposición del propio Everest, quien argumentaba que debía prevalecer el nombre local de las montañas. Sin embargo, de manera astuta e intencional, se alegó que se desconocía su nombre local y se llegó a decir incluso, que carecía de un nombre inteligible. Seamos claros. Se trató de un acto de apropiación cultural.

Hacia 1930, Nepal comienza a cartografiar su territorio y se da cuenta que la gran montaña tiene dos nombres: uno tibetano (Chomolungma) y otro inglés (Monte Everest). Así que, considerando que el coloso de los Himalayas está ubicado entre Tíbet y Nepal, seguramente debe tener un nombre nepalí.

Al indagar, descubren que los pueblos remotos que han vivido por siglos en esa zona de su frontera le llaman: “Sagarmatha”, que significa “Cabeza del cielo”.

Nótese que, tanto tibetanos como nepalíes, hacen referencia al techo del mundo como algo supremo, por encima de todo. Para ellos, no hacía falta medirla. Tampoco se puede soslayar el misticismo y veneración con la que le nombran, que es muestra de su conexión y respeto.

Incluso, hace algunos años en la India se valoró la posibilidad de reivindicar a Radhanath Sikdar, el eminente matemático que calculó la altitud del Everest auspiciado por los británicos ¿Monte Sikdar?

En este espacio, consideramos que el nombre justo y auténtico debería ser Chomolungma (Diosa madre del universo). Quizá de esa manera, reconectaríamos con la gran montaña y dejaríamos de tratarla como un destino turístico cada vez más elitista.

Brújula. Esta semana, el rumbo informativo se mantiene en el Everest, donde un grupo de cuatro exmilitares británicos logró hacer cumbre… ¡En menos de cinco días! Lo anterior, gracias a la utilización de gas xenón, el cual mejora la aclimatación y protege al organismo del llamado “mal de altura”. Si bien este tipo de recurso había sido común entre los sherpas (guías locales que apoyan en los ascensos), es la primera vez que lo utilizan “clientes”, sin que por ello deje de ser controversial.

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