En la era digital, el frenesí por mantenernos constantemente informados ha terminado por banalizar muchas efemérides. Las fechas conmemorativas pierden su sentido bajo la dictadura del clic y los recordatorios automáticos. Ya casi no nos detenemos a pensar en lo que realmente significan. El Día del Montañista, que en varios países se asocia con el 5 de agosto -en honor a la Virgen de las Nieves- podría parecer una más.

La tradición cristiana ubica esta fecha en el siglo IV, cuando la Virgen María habría hecho caer nieve, en pleno verano, sobre el monte Esquilino -la mayor elevación de la antigua Roma- para indicar el lugar donde debía construirse una basílica. Desde entonces, se le considera protectora de quienes buscan alcanzar cumbres y un símbolo de comunión con lo sagrado que representa también a la montaña.

Pero antes de decidir si este 5 de agosto hay algo que celebrar, convendría preguntarnos: ¿Es la montaña un gimnasio natural, un parque temático donde buscamos emociones al límite? ¿“Trepar cerros” está de moda y es muy popular en redes sociales?

¿Nos entusiasma el contacto con la naturaleza, pero dejamos en manos de otros la responsabilidad de protegerla? ¿La falta de condición física o de equipo no son obstáculos para subir una montaña? ¿Nos acercamos a ella desde la competencia, la obsesión por el rendimiento, los tiempos y los récords?

Ir a la montaña, además, suele implicar un costo. Pensemos en el ingreso a un parque nacional. Pero pagar no nos convierte automáticamente en visitantes responsables ni en personas conscientes de lo que representa un entorno natural.

Filas de automóviles, puestos de comida, letrinas, basura acumulada, senderos saturados... Todo eso reproduce, en plena naturaleza, patrones urbanos que resultan especialmente dañinos. Sucede, por ejemplo, cuando cae nieve sobre el Xinantécatl (4,680 metros), la cuarta montaña más alta del país, y el flujo masivo de visitantes genera un deterioro inmediato y evidente.

Frente a este panorama, el montañismo -en su sentido más integral- implica algo más que llegar a la cima. Supone conciencia del entorno, cuidado ambiental, conocimiento técnico, respeto por los límites del cuerpo y el medio.

Cada actividad en la montaña demanda niveles específicos de preparación física, equipo y conocimientos que van desde lo básico hasta lo especializado. No es un pasatiempo improvisado, tampoco una postal para presumir.

Es cierto que la pandemia por COVID-19 aumentó el deseo de escapar del encierro, y con ello, el interés por las actividades al aire libre. Pero incluso allá arriba seguimos conectados: relojes inteligentes, cámaras, drones, aplicaciones que miden desde las calorías hasta la altitud. No se trata de prohibir ni de excluir, sino de preguntarnos qué tipo de experiencia buscamos realmente.

La montaña no nos pertenece ni nos necesita. Mucho menos debe convertirse en un escenario para competir. Acercarnos a ella con humildad, respeto y responsabilidad nos permite otra forma de habitar el mundo: una que privilegia el trabajo en equipo, la empatía, la solidaridad. Se trata de una experiencia auténtica que no se cuantifica ni requiere ser compartida de inmediato.

Bien decía el alpinista y guía francés Gaston Rébuffat: “La montaña ofrece al hombre todo lo que la sociedad moderna olvida darle: silencio, espacio, tiempo.” ¿Y ustedes, cómo responderán al llamado de la montaña este 5 de agosto próximo?

Brújula. Terminamos julio con un logro notable: Nirmal Purja, el montañista británico-nepalí, dio a conocer que alcanzó su cima número 50 en montañas de más de 8 mil metros, de las cuales 22 fueron sin oxígeno suplementario. ¿Qué significa este suceso? Lo analizaremos la próxima semana.

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