El Barbón del Béisbol
En el béisbol, todo ocurre entre costuras. Y hay días —como hoy, 25 de diciembre— en que esas costuras se sienten más frágiles. Hoy Rickey Henderson habría cumplido 66 años. No llegó. Falleció un 20 de diciembre de hace un año, por una neumonía. Y con su ausencia, el béisbol perdió algo que llevaba años intentando recuperar: la audacia de correr.
Nacido en una tormenta de nieve de Chicago exactamente ese día de 1958, Henderson llegó al mundo con prisa —su madre se puso de parto antes de llegar al hospital y las enfermeras tuvieron que sacarlo del asiento trasero del auto. Años después usaría esa historia como prueba: "Nací rápido", decía. Y lo demostró robando mil 406 bases en 25 temporadas, 468 más que el segundo lugar histórico. En 1982 robó 130 en una sola temporada, un número que superó a nueve equipos completos de la Liga Americana.
Rickey no fue solo el mejor robador de bases de la historia. Fue una idea del juego. Un jugador que entendió que el béisbol también se gana con las piernas, con el descaro, con la incomodidad permanente que provoca un corredor que vive a 90 pies del error. Sus números parecen de otro planeta — mil 406 bases robadas, 2 mil 295 carreras anotadas— pero su legado no cabe en una hoja de estadísticas. Rickey cambiaba partidos sin batear. Cambiaba decisiones. Cambiaba mentes.
Había una escena repetida en su carrera: Rickey llegaba a primera, miraba al pitcher, tomaba dos pasos extra, y el estadio entero sabía lo que venía. El lanzador se tensaba. El receptor pedía tiempo. El infielder se acercaba. Y aun así, Rickey corría. No porque fuera rápido —que lo era— sino porque sabía cuándo correr. Entendía el ritmo del juego, el pulso del rival, la psicología del momento. Eso ya no se enseña.
Durante años, el béisbol moderno decidió que correr era un riesgo innecesario. Que un out en las bases era un pecado estadístico. Que el valor estaba en esperar el jonrón o el boleto. Así nació la era de los “tres resultados verdaderos”: ponche, base por bolas o cuadrangular. El robo de base se volvió accesorio. Una rareza. Una excentricidad. Rickey, de haber nacido treinta años después, habría sido “ineficiente”.
Y aquí aparece la gran ironía de nuestro tiempo: la MLB está cambiando las reglas para volver a algo que antes existía de forma natural. Bases más grandes. Límites a los intentos de pickoff. Reloj de pitcheo. Todo para incentivar el juego de piernas, para devolverle dinamismo a un deporte que se volvió predecible. La liga intenta fabricar con reglamentos lo que Rickey producía con instinto.
¿Por qué dejamos de correr? Porque dejamos de enseñar a leer. A leer al pitcher. A leer la defensa. A leer el momento. Preferimos el cálculo frío a la intuición entrenada. Preferimos minimizar el error en lugar de maximizar la presión. Rickey entendía algo que hoy se olvida: el robo de base no es solo avanzar 90 pies; es robarle tranquilidad al rival.
En su época, los managers aceptaban el riesgo. Sabían que una base robada podía cambiar una entrada, un juego, una serie. Hoy, muchos prefieren el “no pasó nada” al “pudo pasar algo grande”. El béisbol se volvió cauteloso. Y con esa cautela perdió una capa de emoción.
No habrá otro Rickey Henderson. No porque no existan atletas veloces —los hay— sino porque el ecosistema que lo formó ya no existe. El béisbol que premia la osadía necesita entrenadores dispuestos a tolerar el error, organizaciones que entiendan el valor del caos y aficionados que celebren el intento, no solo el resultado. Rickey fue hijo de un tiempo que aceptaba la incertidumbre como parte del espectáculo.
Por eso su muerte duele distinto. No solo se fue un miembro del Salón de la Fama. Se fue el símbolo de un béisbol que corría sin pedir permiso. Que entendía que la belleza del juego también está en la fricción, en el choque de voluntades, en el segundo que dura un arranque desde primera base.
En Navidad solemos hablar de regalos. Rickey fue uno para el béisbol. Un regalo que no se repite. Hoy, mientras la liga ajusta reglas para que los corredores se animen, conviene recordar que hubo un tiempo en que no hacían falta incentivos. Bastaba con un jugador que creyera que correr valía la pena.
Entre costuras, el béisbol sigue siendo el mismo. Una pelota, un bate, 90 pies. Lo que cambió fue el coraje para usarlos de todas las formas posibles. Rickey Henderson nos enseñó que el béisbol no solo se piensa; se siente y se ataca. Y ese legado —el de correr cuando todos esperan que te quedes— es el regalo que el béisbol ya no volverá a recibir, pero que no debería olvidar nunca.
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