En el béisbol, todo ocurre entre costuras. Ahí, en esas pequeñas líneas rojas que giran en el aire, se esconde algo más que una pelota: un ritmo, una forma de mirar el mundo, una forma de sentir. Entre Costuras es un espacio para observar el juego con calma, para entender lo que pasa más allá del marcador y para preguntarnos por qué este deporte se ha convertido en una pasión que comparten países enteros. Y hay un momento del año en que el béisbol cambia de temperatura, literalmente: el invierno. Cuando termina la Serie Mundial y el espectáculo de luces de Las Grandes Ligas se apaga, muchos creen que el béisbol se acaba. Pero en nuestra región sucede lo contrario: el juego apenas comienza.
El 15 de octubre, dos semanas antes de que los Dodgers celebrarán su bicampeonato en Toronto, el béisbol mexicano ya había encendido sus propias luces. La temporada 2025-2026 de la Liga ARCO Mexicana del Pacífico (LAMP) arrancó con algo que hacía décadas no se veía: dos franquicias completamente nuevas. Los Jaguares de Nayarit, jugando en el flamante Estadio Coloso del Pacífico de Tepic, reemplazaron a los Sultanes de Monterrey. Y Tucson Baseball Team, el primer equipo de una liga invernal en suelo estadounidense, ocupó el lugar de los Mayos de Navojoa. Pero la noticia que realmente sacudió el béisbol invernal fue otra: Randy Arozarena regresa. El cubano-mexicano, estrella de los Marineros de Seattle y héroe del Clásico Mundial 2023, jugará al menos diez partidos con los Jaguares. No pisaba una liga invernal desde 2018. Su regreso no es solo un fichaje; es un recordatorio de que hay algo en jugar frente a tu gente, en tu idioma, en tu tierra, que ningún cheque de la MLB puede reemplazar.
Un béisbol que se juega con el corazón al frente. Las ligas invernales tienen algo que las Grandes Ligas perdieron hace tiempo: inmediatez emocional. En la MLB, una temporada tiene 162 juegos. Hay tiempo para equivocarse. Tiempo para recuperarse. En invierno, no. Aquí cada juego importa. Cada jugada pesa. Cada entrada duele o enciende esperanza. Y por eso la pasión se siente distinta. Si en la MLB hablamos de estadísticas avanzadas, porcentajes y modelos predictivos, en invierno hablamos de orgullo, barrio, historia familiar. En Culiacán, Hermosillo, Mazatlán, Mexicali o Guadalajara no se discute quién tiene mejor WAR: se discute quién se crece, quién no se raja, quién se para firme en la caja de bateo cuando el estadio entero está rugiendo. El invierno nos recuerda algo esencial: el béisbol es un deporte que se juega con el pecho, no solo con la cabeza.
En Venezuela, los juegos entre Leones del Caracas y Navegantes del Magallanes llenan estadios de 34 mil personas. En un país donde el salario mínimo mensual es de veinte dólares y una entrada cuesta cinco, decenas de miles aparecen de todos modos. Porque el béisbol ahí no es entretenimiento opcional; es oxígeno. En República Dominicana, la Liga LIDOM es cantera de futuras estrellas pero también refugio de leyendas. Veteranos con años en Grandes Ligas regresan cada invierno no por dinero, los salarios rondan los 10 mil dólares al mes, sino por gloria. Por jugar frente a los que los vieron crecer.
El invierno es identidad. Cuando uno va a un estadio invernal en Latinoamérica, se da cuenta de algo inmediato: no es un espectáculo importado. Es un ritual propio. En la MLB uno aplaude. En nuestras ligas uno participa. Cantamos. Discutimos. Sufrimos en colectivo. Celebramos en coro. El béisbol de invierno no es un entretenimiento: es una reunión de comunidad. Es familia, barrio, historia y pertenencia.
La LAMP tiene 80 años de historia. Ha producido a algunos de los mejores jugadores que este país ha dado: Fernando Valenzuela, Vinny Castilla, Joakim Soria, Adrián González. Pero más importante aún: ha mantenido vivo el béisbol en regiones donde no hay equipos de verano. La pasión por los Tomateros, los Naranjeros, las Águilas, los Algodoneros o los Charros no se hereda en televisión: se hereda en las gradas. Ver el juego junto a tu padre, tu abuelo, tu hijo o tu amiga que apenas lo está descubriendo. La afición no se compra: se cultiva.
La gran ironía es que MLB ve estas ligas como “desarrollo”. Como si fueran gimnasios donde sus prospectos se foguean antes de “graduarse”. Pero pregúntenle a cualquier jugador latino qué significa más: ¿ganar una Serie Mundial donde eres uno de veinticinco, o ganar un campeonato en tu tierra, frente a tu familia? Las respuestas te sorprenderían.
Esta temporada culminará en enero con sus playoffs, y el campeón representará a México en la Serie del Caribe 2026, que se jugará en Caracas. Ahí se enfrentarán los mejores equipos del Caribe. Es, literalmente, otra Serie Mundial. Una que no necesita que nadie la valide para saber que importa.
Cuando la pelota no nos deja solos. Hay algo muy humano en que el béisbol nos acompañe en invierno. Cuando los días se hacen más cortos. Cuando el frío se mete en la casa. Cuando el mundo parece más silencioso. Ahí está el diamante iluminado, esperando. En una época donde la vida avanza rápido, el béisbol de invierno nos obliga a detenernos, a mirar, a estar presentes. A aceptar que la emoción no es inmediata. Que la alegría se cocina a fuego lento.
Randy Arozarena lo sabe. Por eso regresa. No porque necesite el dinero. No porque necesite probarse. Sino porque entiende que hay dos tipos de béisbol: el que se juega por contratos, y el que se juega por orgullo. Y el segundo, casi siempre, se siente mejor.
Así que mientras el mundo espera seis meses para que empiece la “verdadera” temporada, aquí ya estamos en pleno juego. Con estadios llenos, bandas tocando, niños persiguiendo foul balls y un jugador que eligió volver al lugar donde su nombre pesa distinto.
Porque antes de que el béisbol fuera negocio, industria o estadística, fue fiesta. Fue una comunidad. Fue la identidad. Fue un sentimiento. Y ese sentimiento, el que se juega en invierno, es el que mantiene al béisbol respirando entre costuras. Porque si el béisbol tiene alma, esa alma vive en invierno.
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