En el béisbol, todo ocurre entre costuras... pero algunas también están cosidas con billetes de cien.
El 17 de enero, Roki Sasaki firmó con los Dodgers de Los Ángeles. No fue una firma cualquiera. A sus 23 años, el japonés que lanza a más de 100 millas por hora y que lanzó un juego perfecto en la NPB con 19 ponches, eligió unirse a Shohei Ohtani y Yoshinobu Yamamoto para formar la rotación más cara, más talentosa y más intimidante que el béisbol haya visto en décadas. Tres samuráis en el mismo equipo. Tres fenómenos en la misma Ciudad de Los Ángeles. Tres ases que, juntos, representan algo mucho más grande que talento: representan el poder del dinero en el béisbol moderno.
Porque aquí está la ironía más brutal: Sasaki sólo puede cobrar 6.5 millones de dólares. Por reglas internacionales, al tener menos de 25 años, debe firmar como amateur. Si hubiera esperado dos años más, su contrato habría sido de 300 millones de dólares o más, como el de Yamamoto. Pero los Dodgers lo consiguieron por el precio de un utility promedio. Una ganga. Un atraco legal. El movimiento perfecto.
Y esto no es casualidad. Los Dodgers no ganan porque tienen suerte. Ganan porque tienen una nómina proyectada de 400 millones de dólares. Ganan porque pueden absorber contratos malos sin pestañear. Ganan porque cuando todos los demás equipos deben elegir entre dos estrellas, ellos pueden quedarse con cuatro.
La pregunta que nadie quiere hacer en voz alta es simple: ¿es esto béisbol o es Monopoly?
Porque mientras los Dodgers construyen una dinastía que busca ser la primera en repetir campeonato desde los Yankees de 1998-2000, hay 25 equipos en Grandes Ligas que juegan con reglas completamente distintas. Los Athletics de Oakland gastan 60 millones al año. Los Rays de Tampa Bay, uno de los equipos mejor manejados del béisbol, no llegan a 90 millones. La brecha entre ricos y pobres en el béisbol no es una grieta: es un abismo.
Y aquí entra el debate que todos evitan: el salary cap y el salary floor.
Dave Roberts, manager de los Dodgers, salió hace unos días a decir algo que sorprendió a muchos: estaría a favor de un tope salarial... pero solo si también se implementa un salario mínimo obligatorio. En otras palabras: "Acepto un límite si ustedes, dueños de equipos pobres, también están obligados a gastar".
MLB es la única liga grande de Estados Unidos sin tope salarial. La NFL lo tiene. La NBA lo tiene. La NHL lo tiene. Pero el béisbol se resiste. ¿Por qué? Porque los dueños de equipos ricos no quieren limitarse, y los dueños de equipos "pobres" tampoco quieren estar obligados a gastar. El resultado es una liga donde cinco equipos compiten de verdad cada año, diez más lo intentan, y los otros quince apenas existen.
Un salary cap pondría un límite a lo que los Dodgers, Yankees o Mets pueden gastar. Un salary floor obligaría a los Rays, Pirates o Marlins a invertir más en talento. Juntos, en teoría, crearían una liga más equilibrada. Pero la realidad es más complicada: los topes protegen las ganancias de los dueños, no la competitividad de la liga. Y los pisos pueden forzar gastos inútiles en equipos que no tienen infraestructura para aprovecharlos.
Entonces, ¿qué hacemos? ¿Aplaudimos a los Dodgers por ser brillantes? ¿Los odiamos por romper el juego? ¿O aceptamos que el béisbol, como todo en la vida, es un reflejo de cómo distribuimos el dinero?
Para la afición latina, esto es especialmente complicado. Muchos seguimos a los Dodgers por Fernando Valenzuela, por Julio Urías, por la conexión histórica con México. Ahora también por Ohtani, una estrella global. Pero al mismo tiempo, cuando vemos que solo unos pocos equipos pueden competir de verdad, algo se rompe. El béisbol nació como el juego donde el más chico podía vencer al gigante. Donde un pitcher con nada más que corazón podía ganarle a una alineación millonaria.
Roki Sasaki lanza a 102 millas por hora. Pero el dinero de los Dodgers viaja aún más rápido.
La belleza del béisbol siempre estuvo en la impredecibilidad. En la posibilidad de que cualquier equipo, en cualquier año, pudiera llevarse todo. Pero cuando tres ases japoneses están en el mismo equipo, cuando una rotación cuesta más que la nómina completa de diez franquicias, esa belleza empieza a desvanecerse.
Entre costuras, el béisbol todavía es el juego más hermoso del mundo. Pero fuera de ellas, las reglas están escritas con tinta verde. Y hasta que eso cambie, seguiremos preguntándonos lo mismo: ¿quién puede competir cuando el dinero también lanza 100 millas por hora?
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