De nuevo recurro a mis recuerdos de niñez para tejer estas letras y, si la memoria no me traiciona, en la cocina grande de la casa de mi abuelo sucedían y había cosas maravillosas. La puerta era de madera, mucho tiempo estuvo pintada de blanco con verde. A la derecha, casi en el fondo, estaba el fogón donde ocurría el milagro de las tortillas y que sirvió de cobijo para un trío de gatitos que traté de salvar, pero que murieron irremediablemente; junto al fogón, estaba una mesa de madera donde se colocaba la gran prensa para hacer las tortillas y el gran chiquihuite, donde hoy guardo mis collares; delante y junto a la mesa, unas ventanas. Enfrente del fogón, estaba el fregadero y una gran estufa de unos seis quemadores, donde se preparaba el mole y se cocinaba el guajolote, platillo favorito de mi abuelo para su cumpleaños. En algún lugar, cerca de una de las ventanas yacía una banca de madera, elaborada por mi bisabuelo Samuel. Esa banca aún perdura en la casita de la huerta. A un lado de la gran estufa, había dos barriles donde descansaba un líquido blanco, espeso maloliente, llamado pulque y que mi abuelo, junto con mis primos y tío, elaboraban y vendían a los mazahuas que vivían cerca de la casa, del otro lado de la cancha de futbol.
Mi relación con el pulque comenzó cuando yo tendría unos ocho o nueve años, edad a la que llegué a vivir con mi abuelo y grandes cosas acontecieron en mi vida, como las noches de invierno que pasábamos delante del fogón mientras contábamos historias o chistes… mirábamos al fuego bailar.
Más regresemos a la historia del pulque. Debo confesar que pocas veces fui testigo de su proceso de elaboración, no sé muy bien el motivo, quizá porque era muy pequeña, quizá porque era mujer y era un trabajo más para los hombres, quizá porque simplemente no llamaba mi atención como lo hizo el proceso del maíz-nixtamal-tortilla. Solo veía cuando el tlachiquero o uno de mis primos entraban al patio con el garrafón lleno de aguamiel y luego lo colocaban en los barriles de la cocina grande. Lo que sí puedo asegurar al cien por ciento es que no se le pone excremento de ningún animal para que fermente, ese es uno de los mitos de desprestigio al que fue sometido.
La magueyera estaba detrás de la casa y desde mi ventana se podía admirar su verdor que se mezclaba con el de los árboles, la lejana milpa y los montes.
La primera vez que tomé pulque fue por aquellos años y lo hice con mi hermana y mi primo. En casa no era cotidiano tomarlo, pienso que estaba prácticamente prohibido porque lo bebimos a escondidas. Su sabor no fue agradable al paladar. Regresé al elixir de dioses décadas después con mis amigos de la CdMx, donde hay un auge de su consumo.
No recuerdo bien la razón por la que se dejó de producir pulque en la casa de mi abuelo, es probable que la clientela fue disminuyendo conforme fue aumentando la migración mazahua hacia la CdMx. Pero lo que sí es seguro es que la magueyera se perdió, aunque un par de magueyes por aquí y por allá se resisten a perecer.
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