Durante las décadas de los años ochenta y noventa, Gary Ridgway —conocido como el Green River Killer— asesinó en Estados Unidos al menos a 48 mujeres, en su mayoría trabajadoras sexuales. El propio agresor reconoció que eligió a sus víctimas por considerarlas personas desprotegidas, invisibilizadas por las autoridades y marginadas por la sociedad. Este hecho evidenció de manera cruda la doble violencia que enfrentan las trabajadoras sexuales: la violencia directa y la violencia estructural del abandono institucional.
A partir de esta realidad, en 2003 se instauró una conmemoración internacional para visibilizar, denunciar y sensibilizar sobre la violencia y los crímenes cometidos contra trabajadoras y trabajadores sexuales. Cada 17 de diciembre no solo se recuerda a quienes han perdido la vida, sino que se pone sobre la mesa la precariedad de las condiciones en las que se ejerce este trabajo, la discriminación constante, la criminalización y, sobre todo, la ausencia de protección legal y de acceso a servicios de salud.
Las cifras son contundentes: a nivel mundial, el 89 por ciento de las trabajadoras sexuales no tiene acceso a atención médica. Esta exclusión incrementa su vulnerabilidad frente a la violencia y a problemas de salud, particularmente las infecciones de transmisión sexual y el VIH, cuya prevalencia es entre un 10 y 12 por ciento mayor que en la población general. A ello se suman afectaciones a la salud mental, como ansiedad y depresión, derivadas del estigma social, la violencia cotidiana y la falta de redes de apoyo.
Sin embargo, la atención médica no es suficiente. Resulta indispensable el reconocimiento formal del trabajo sexual como una actividad laboral. Sin este reconocimiento, millones de personas quedan excluidas de derechos básicos como incapacidad, pensión, seguro de desempleo, vacaciones o atención médica continua, a pesar de enfrentar largas jornadas, altos riesgos y múltiples formas de violencia: institucional, económica, social y física. En más de 60 países, además, el trabajo sexual continúa siendo criminalizado.
Hoy, se estima que alrededor de 42 millones de personas en el mundo trabajan en el comercio sexual; más del 80 por ciento son mujeres y muchas de ellas iniciaron desde la adolescencia, frecuentemente en contextos de pobreza, acceso limitado a la educación y ausencia de alternativas económicas. Aunque tradicionalmente han ejercido en bares, clubes, centros nocturnos o como escorts, las tecnologías digitales han abierto nuevas posibilidades para ofrecer sus servicios con mayores condiciones de seguridad y autonomía.
Reconocer, proteger y garantizar los derechos de las y los trabajadores sexuales no es una concesión: es una obligación en materia de derechos humanos. Hablar de vida digna implica dejar atrás la estigmatización, escuchar sus voces y construir políticas públicas que pongan en el centro su seguridad, su salud y su derecho a vivir libres de violencia. Porque ninguna persona debe ser invisible, ni mucho menos desechable.
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