En México, la educación superior se ha diversificado enormemente gracias a la gran cantidad de instituciones públicas y privadas que ofrecen programas académicos en niveles como técnico superior universitario, licenciatura, especialidad, maestría y doctorado, tanto en modalidades presenciales como a distancia. Los planes de estudio varían entre dos y más de cinco años, dependiendo de la carrera y la universidad elegida.
Ir a la universidad representa un gran mérito para los jóvenes, pero también un enorme esfuerzo para las familias. La alta demanda en instituciones públicas como la UNAM, el IPN, la UAEM, las Escuelas Normales, universidades estatales y federales, tecnológicas, interculturales y militares hace que muchas veces no haya suficientes lugares. Esto obliga a los padres a recurrir a universidades privadas, muchas veces sacrificando todo por el futuro de sus hijos.
Este fenómeno ha propiciado una proliferación desmedida de universidades privadas cuya calidad está muy por debajo de estándares como los de la UNAM, tanto en programas académicos como en excelencia docente. Si bien hay instituciones privadas de prestigio —como el ITESM, el ITAM o la IBERO— que combinan alta calidad, infraestructura y conexiones con el sector empresarial, sus colegiaturas son prohibitivas para la mayoría. Por ello, las familias terminan optando por opciones privadas más asequibles, pero que no siempre garantizan una formación competitiva.
Lo preocupante es que muchas de estas universidades parecen estar más interesadas en cobrar mensualidades que en brindar una educación de calidad. La preparación de los docentes, la pertinencia de los planes de estudio y la experiencia académica quedan en segundo plano. La pandemia de COVID-19 acentuó estas deficiencias, con una rápida migración a la educación en línea sin considerar si los estudiantes contaban con las condiciones ni las habilidades para aprovecharla. Como resultado, muchos egresados carecen de las herramientas para destacar en el mercado laboral y mejorar su situación personal y familiar, pese a los sacrificios de sus padres.
Este contraste evidencia que en nuestro sistema educativo conviven logros importantes con enormes retos. El acceso a la educación superior no siempre se traduce en calidad ni en oportunidades reales para todos. Las desigualdades sociales, especialmente entre zonas urbanas y rurales, se reflejan en el bajo desempeño académico y limitan el desarrollo integral de los estudiantes.
Por ello, es urgente que las políticas educativas pongan el foco en la educación superior: fortalecer la formación y capacitación de los docentes, mejorar la calidad de los programas académicos y garantizar que todos los estudiantes —sin importar su origen socioeconómico o ubicación geográfica— tengan acceso a oportunidades reales de aprendizaje y crecimiento. Solo así lograremos que nuestras universidades estén verdaderamente a la altura de lo que México necesita y merece.
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