El mundo católico —y más allá de él— vive días de duelo tras el fallecimiento de Su Santidad el papa Francisco, Jorge Mario Bergoglio. No fue solo un líder espiritual: fue el rostro humano de una Iglesia que durante siglos pareció distante para muchos.

Francisco se ganó, desde el primer momento, el corazón de millones. Su estilo sencillo, su cercanía y su disposición para escuchar, sin importar la condición de las personas, lo convirtieron en un referente de esperanza, no solo para los católicos practicantes, sino también para quienes buscaban en la fe una voz de comprensión en tiempos de incertidumbre.

Conocido como “el Papa del pueblo”, Bergoglio rompió moldes tradicionales. Desde su elección en 2013, marcó una diferencia clara: eligió vivir en la Casa de Santa Marta en lugar de ocupar los aposentos papales, usó un anillo sencillo y caminó entre multitudes con la humildad de quien se sabe servidor antes que soberano.

Su visita a México en 2016 reflejó esa esencia. En un país de profundas raíces católicas, Francisco no solo habló a los fieles: les habló a las heridas del país, a las injusticias, a los olvidados. No fue un visitante de protocolo, sino un pastor que miró a los ojos a quienes claman por paz, justicia y dignidad.

Más allá de sus gestos simbólicos, Francisco emprendió reformas internas de gran alcance. Impulsó la transparencia financiera en el Vaticano, promovió nuevas normas para proteger a los menores en la Iglesia, y abrió espacios para el diálogo sobre temas antes considerados tabú, como la inclusión de la comunidad LGBTQ+, el papel de la mujer y el respeto por otras creencias. Su frase:”¿Quién soy yo para juzgar?” se convirtió en emblema de una nueva actitud pastoral basada en la misericordia.

Su visión sobre la mujer dentro de la Iglesia fue otro de sus grandes aportes. Reconoció que el futuro de la institución debía incorporar una participación activa y relevante de las mujeres en todos los niveles de la vida eclesiástica. “Si las mujeres están a cargo, las cosas funcionan bien”, solía decir, consciente de la necesidad urgente de un cambio.

Francisco también apostó decididamente por los jóvenes, a quienes llamó “los artesanos del futuro”. Para él, los jóvenes eran no sólo los herederos, sino los protagonistas de una fe viva y comprometida con las causas sociales.

Hoy, a pocos días de que inicie el cónclave que elegirá a su sucesor, la Iglesia católica enfrenta un desafío crucial: continuar el legado de apertura y transformación que Francisco construyó con paciencia y valentía. La elección estará en manos del Colegio Cardenalicio, integrado por hombres que convivieron con Francisco, algunos inspirados por su ejemplo y otros más conservadores.

La pregunta que ronda es clara: ¿seguirá la Iglesia avanzando hacia una institución más cercana, más inclusiva, más humana, o dará un paso atrás hacia viejas formas que ya no dialogan con el mundo actual?

No será una decisión sencilla. Pocos cardenales poseen no solo el conocimiento teológico, sino la sensibilidad y la empatía que el liderazgo global de la Iglesia exige hoy.

Sin embargo, el camino está trazado. Francisco dejó una huella profunda en el corazón de millones. Su legado no es solo una serie de reformas, sino una manera de mirar a los demás con amor, respeto y fe en su dignidad.

Un legado que, más que terminar con su partida, apenas comienza.

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