El nacionalismo es el motor del sistema político global nuevamente. Lejos de limitarse a símbolos tradicionales como una bandera, un himno o una historia compartida, su esencia original —una identidad forjada en elementos culturales, históricos, lingüísticos o religiosos comunes— ha sido superada por la complejidad de la realidad contemporánea. Hoy convivimos en sociedades en occidente marcadas por la diversidad lingüística y cultural cada vez más abierta e interconectada, lo que pone en tela de juicio las bases tradicionales del nacionalismo.

Sin embargo, en nombre de construir grandes naciones o el resurgimiento de estas, se siguen declarando guerras, se levantan muros en las fronteras políticas, y se atenta contra las libertades individuales y la democracia misma. Así, el nacionalismo —lejos de desaparecer— muta y persiste, revelando tanto su capacidad de adaptación como los riesgos que implica cuando se utiliza como instrumento de exclusión o de poder.

En el actual contexto de resurgimiento nacionalista a escala global, las restricciones migratorias se han intensificado en numerosas naciones. Un ejemplo notable es Estados Unidos, particularmente el estado de California. Según datos de la Encuesta de la Comunidad Americana, el censo decenal de la Oficina del Censo de los EE. UU. y los registros de IPUMS de 2024, se preguntó a los californianos si consideraban a los inmigrantes un beneficio —por su arduo trabajo y habilidades laborales— o una carga —por el uso de servicios públicos—.

El 60 % los percibió como un beneficio, en comparación con el 66 % en junio de 2023 y el 78 % en febrero de 2021, lo que refleja una caída sostenida en la valoración positiva de la población migrante. Esta tendencia evidencia un retroceso en la percepción pública, incluso en una de las regiones más diversas y progresistas del país.

La inmigración ha contribuido significativamente al crecimiento de la población estadounidense, de su economía, un reflejo de ello son Los Ángeles, ciudad declarada Santuario por su política de protección a inmigrantes indocumentados, ha sido epicentro de protestas tras una serie de detenciones arbitrarias ejecutadas por el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE).

Estas acciones, contrarias a las directrices de las autoridades locales, han intensificado la tensión entre los niveles local y federal, y han reavivado el debate sobre el respeto a los derechos de las personas inmigrantes.

Las autoridades federales estadounidenses sostienen que la migración indocumentada ha provocado un aumento en la criminalidad, el abuso de programas de asistencia social y otras formas de descomposición social. No obstante, esta narrativa se ve desmentida por los datos. Según un análisis de Los Angeles Times, el 69 % de los migrantes detenidos en Los Ángeles entre el 1 y el 10 de junio no tenía antecedentes penales. Se han documentado detenciones de personas con solicitudes de refugio activas y de familias con menores de edad, sujetas a procesos de deportación inmediata.

Hemos olvidado que todos los inmigrantes tienen derechos. La estrategia del gobierno federal parece orientada más a enviar un mensaje político que a atender una realidad humanitaria: demostrar a su base electoral que se actúa con firmeza, y advertir más allá de sus fronteras que la inmigración no documentada no será tolerada. Ese mensaje, sin embargo, retumba con fuerza en las calles, en los centros de detención y en las vidas de miles de personas que solo buscan una oportunidad para vivir con dignidad.

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