Esta semana el INEGI publicó un estudio sobre el Trabajo No Remunerado de los Hogares. Este documento mide, cuantifica y asigna un valor monetario al trabajo doméstico y de cuidados que las personas hacemos en nuestro quehacer cotidiano. Se trata de una buena práctica reconocida internacionalmente, pues permite visibilizar adecuadamente esa fuerza desplegada al seno de las familias que, aunque suele ser tras bambalinas, aporta valor y posibilita que el resto de las actividades económicas se desarrollen adecuadamente.
Los resultados del estudio son contundentes. El año pasado, el valor económico del trabajo no remunerado en México ascendió a 8 billones de pesos, lo que equivale al 23.9 por ciento del Producto Interno Bruto (PIB). Si esta actividad fuera un sector económico formal, sería más grande que la manufactura, el comercio o la construcción.
No sólo es preocupante que todo ese valor no sea adecuadamente captado por las cuentas nacionales ni reconocido por su contribución a la ciudadanía. También lo es que su distribución sea tan marcadamente desigual. De acuerdo con el INEGI, las mujeres generan el 72.6 por ciento del valor económico del trabajo doméstico y de cuidados, mientras que los hombres apenas aportan el 27.4 por ciento. Esta disparidad no obedece a arreglos familiares ineficientes, sino a una franca asimetría que debe ser revisada con perspectiva de género. Las mujeres jefas de hogar aportaron –en promedio– $83 mil 500 pesos, mientras que las que se reconocen como cónyuges debieron aportar hasta $106 mil pesos.
Pero las cifras no nos deben confundir. No se trata sólo de números. Muchas veces hablamos de disfrute, tiempo de vida, oportunidades laborales que no se toman, carreras profesionales que no despegan y de autonomía económica que no llega. Aquí subyace buena parte de la explicación de que muchos liderazgos profesionales y empresariales sigan recayendo en varones.
Esto abre una pregunta esencial para el debate público: ¿por qué medir algo que históricamente se consideró “natural” y privado? Porque lo que no se mide, no existe para la política pública. Cuantificar el trabajo no remunerado permite demostrar que el bienestar social descansa en millones de horas que no aparecen en las estadísticas laborales, pero sin las cuales nada funciona: ni las escuelas, ni las empresas, ni el Estado mismo.
Esto es particularmente palpable en el Estado de México. Nuestra entidad aporta 12 de cada 100 pesos de trabajo no remunerado en el país. Es decir, en las familias y comunidades de la entidad se produce la mayor cantidad de cuidados
En México, parafraseando a la economista en Jefe de ONU Mujeres, Shahra Razavi, este trabajo es la base sólida sobre la que se sostienen las industrias, las economías y las escuelas. Sin él, la sociedad no puede funcionar.
Por supuesto, el caso mexicano no es único. En Suiza, el trabajo no remunerado es casi tan grande como el sector bancario y de seguros. En Tanzania, puede representar hasta 63 por ciento del PIB
Reconocer el trabajo doméstico no es retórica política. Es esencial porque cuando el cuidado recae mayoritariamente en mujeres, las desigualdades se reproducen. Si, por el contrario, se distribuye equitativamente y se apoya con políticas públicas, crece el empleo, aumenta la participación laboral femenina y se fortalece la democracia, porque un país más igualitario es también un país más representativo.
Por eso, este estudio debería ser leído como una invitación a actuar. El llamado está sobre la mesa: hacer visible lo invisibilizado. Que las mujeres no sigan cargando solas con la tarea que mantiene viva a la nación. Que medir sea el primer paso para transformar. Que la democracia se construya también desde el cuidado, el afecto y el tiempo —porque ese trabajo no sólo sostiene a la economía; sostiene a la vida misma.
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